Cómo Funciona el Sistema Inmune

En cualquier hogar donde conviven y transitan muchas personas es natural que se acumule casi de manera natural desperdicios de comida, suciedad y mugre.

Con el organismo ocurre algo similar, pero en este caso lo que acumulamos son residuos bioquímicos y restos celulares que se depositan en distintos lugares del cuerpo.

En el caso de un hogar es necesario que alguien limpie todos esos residuos. De lo contrario, la mugre se acumula. Para vivir de manera saludable es preciso limpiar nuestra casa periódicamente.

¿Pero cómo hacemos para limpiar los residuos y los deshechos que se acumulan en nuestro organismo?

Todos nacemos y venimos equipados con un sistema extremadamente versátil y eficiente que sirve a estos fines. Se trata de nuestro sistema inmunológico, una colección variada de glóbulos blancos, proteínas y procesos bioquímicos que atacan y neutralizan aquellas cosas que podrían hacernos daño. Si no fuera por nuestro sistema inmunológico, todos moriríamos en la primera infancia.

El sistema inmunológico es un misterio para la mayoría de la gente. Por un lado, no es fácil visualizarlo como ocurre por ejemplo con el sistema cardiovascular, que tiene una estructura fácilmente identificable con componentes interconectados cuyas funciones básicas pueden ser comprendidas con facilidad. Por el contrario, el funcionamiento del sistema inmune es mucho más sutil y complejo, operando de forma invisible en todo el cuerpo, tanto a nivel celular como molecular.

La misión del sistema inmune es defendernos contra sustancias extrañas o peligrosas, como microorganismos, toxinas y células cancerosas. Esto lo hace formando ejércitos de glóbulos blancos y moléculas especializadas de proteínas que atacan y destruyen a aquellos enemigos de una manera u otra. Por supuesto que en primer lugar, debe ser capaz de distinguir el fuego “amigo” del “enemigo”, es decir, debe ser capaz de discriminar de forma confiable entre las células o moléculas que son compatibles con nuestra biología de aquellas que son ajenas y que no pertenecen a nuestro ecosistema celular. Esto no es algo trivial, requiere sofisticados sistemas de reconocimiento molecular que son únicos para cada individuo.

Cualquier sustancia cuyas “características” moleculares estimulan una respuesta inmune se llama antígeno. Hay dos tipos básicos de respuestas inmunes a los antígenos: una  es aquella con la que nacimos y otra que debemos adquirir mediante la exposición real a los antígenos que surgen en el peligroso camino de la vida.

La inmunidad innata, o inmunidad natural, la adquirimos al nacer. También se llama inmunidad inespecífica porque los componentes en cuestión del sistema inmunológico (sobre todo una variedad de diferentes tipos de glóbulos blancos) tratan a todas las sustancias extrañas de la misma manera, una especie de acercamiento indiscriminado a todo lo que parece extraño. Lo que le falta en sutileza, lo compensa en su gran alcance.

La inmunidad adquirida, o inmunidad adaptativa, por otro lado, se desarrolla durante la infancia. También se llama inmunidad específica porque aquí la respuesta inmune se dirige a antígenos específicos a través de procesos muy calibrados, similares a cazar con un rifle en lugar de una escopeta. En este caso las “balas” son glóbulos blancos altamente adaptativos llamados linfocitos y diversos tipos de proteínas, incluyendo anticuerpos. Estas últimas están diseñadas para reconocer y “unirse” a antígenos específicos a través de interacciones moleculares muy especializadas. Estas habilidades deben ser “aprendidas” y “recordadas” a nivel molecular a través de la exposición real a diversos antígenos.

Los linfocitos circulan en el sistema linfático y a través del torrente sanguíneo. Permiten al cuerpo distinguir aquellos que es natural sí mismo de aquellos que no lo es, y recordar las “firmas” o características moleculares de cada tipo de antígeno. Esta última funcionalidad permite que el sistema inmunitario pueda responder rápida y eficientemente a los antígenos que va encontrando. La mayoría de nuestros anticuerpos (que también se llaman inmunoglobulinas) se desarrollan adaptativamente en respuesta a nuestra exposición a antígenos, a partir de vacunaciones o de ataques de enfermedades infecciosas. Algunos son innatos, habiendo sido transmitidos de la madre al feto a través de la placenta. Otros los adquieren los bebés a través de la leche materna.

La inmunidad innata es extremadamente importante debido a su papel en la prevención de la formación de depósitos en el cerebro de una proteína denominada beta-amiloide (cuya acumulación excesiva incrementa exponencialmente el riesgo de padecer trastornos neuro-degenarativos – Alzehimer). La inmunidad innata es mediada principalmente por varios tipos de glóbulos blancos: monocitos, neutrófilos, eosinófilos, basófilos y “células asesinas ” (que por alguna razón insondable no lograron conseguir un nombre científico de fantasía). Todos ellos, en realidad, son asesinos, ya sea directa o indirectamente.

Cuando los monocitos dejan de circular por la sangre y entran en los tejidos en respuesta a una infección, se convierten en macrófagos, un tipo especial de guardián de las células que devora bacterias, células extrañas y células dañadas o muertas. Esta función vital se llama fagocitosis (“comer células”). El término también se usa para denominar el consumo de material no celular, como las placas de beta-amiloide.

Por último, vale la pena señalar que varios órganos y tejidos como la médula ósea y el timo son partes funcionales de nuestro sistema inmunológico. Ahí se producen los glóbulos blancos. Otros componentes son el sistema linfático, el bazo, el hígado, las amígdalas, el apéndice y los grupos de células del intestino delgado llamadas parches de Peyer.

Antígenos más comunes

Los ejemplos más comunes de antígenos (agentes nocivos) que amenazan nuestra salud y movilizan nuestro sistema inmunológico son los microorganismos que nos invaden desde el exterior, como bacterias, virus, hongos y parásitos. Otros ejemplos son las toxinas ambientales, tales como contaminantes del aire y contaminantes en nuestra comida o agua, y toxinas auto-adquiridas, como el humo del cigarrillo.

Los peligros de una reducida respuesta inmune

A medida que envejecemos nuestro sistema inmunológico tiende a ser menos eficiente, especialmente si no hacemos ejercicio regularmente y si no mantenemos una buena nutrición -incluyendo el uso de suplementos para compensar las deficiencias crecientes de algunos micro-nutrientes que nuestros cuerpos ya no logran absorber como lo hacían en nuestra juventud.

Un sistema inmunitario en declive es menos capaz de distinguir con precisión aquellas moléculas “amigas” de las “enemigas”. Esto aumenta el riesgo de enfermedades autoinmunes, como la artritis reumatoide, la esclerosis múltiple y el lupus eritematoso sistémico, en el que nuestros propios tejidos son atacados por nuestro sistema inmunológico. La disminución relacionada con la edad en la función inmune también significa que los macrófagos se convierten en asesinos menos eficaces de bacterias, células cancerosas y otros antígenos. Esto puede ayudar a explicar por qué el cáncer es más común en los ancianos que en los más jóvenes.

En las personas mayores también son más comunes -y más letales- las enfermedades como la neumonía, la gripe, la endocarditis infecciosa y el tétano. Esto se debe, en parte, a los niveles decrecientes y la disminución de la eficacia de los glóbulos blancos y las diversas proteínas del sistema inmune sobre cuyas acciones depende nuestra salud. Como un factor de riesgo adicional, las vacunas son menos eficaces en personas con sistemas inmunológicos debilitados.

La inflamación es neurotóxica

Cuando nos cortamos un dedo o sufrimos la picadura de un insecto necesitamos que el sistema inmune envie glóbulos blancos bajo la forma de macrófagos para que puedan combatir y eliminar las bacterias y los elementos invasores.

Cuando la amenaza cesó y ya no quedan elementos extraños que combatir la respuesta inmune se apaga y volvemos a una situación de equilibrio.

¿Pero qué ocurre cuando esto no sucede?

Si la respuesta inmune continúa activada cuando ya no hay una amenaza “real” la cascada de macrófagos y citoquinas pro-inflamatorias que circulan por el torrente sanguíneo se vuelven contra nosotros mismos al atacar tejidos y órganos sanos.

Este tipo de inflamación crónica es un elemento que está presente en las principales causas de muerte incluyendo la enfermedad de Alzheimer, cáncer, ataques cardio y cerebro vasculares, diabetes, nefritis, y en condiciones auto-inmunes muy comunes como la esclerosis múltiple donde el sistema inmune ataca la vaina de mielina que recubre los axones, que es lo que da carga eléctrica a las neuronas.

La característica que hace a la inflamación crónica muy preocupante es que actúa de manera silenciosa, con lo cual es difícil de detectarla. No en vano la revista TIME le dedicó la portada de una de sus ediciones bautizándola como la “enfermedad silenciosa” del siglo XX.

En el cerebro esta acción es especialmente dañina.

Al igual que ocurre con los macrófagos, el sistema inmune envía células micro-gliales al cerebro para que encuentren bacterias y toxinas, y las eliminen. Las células micro-gliales van equipadas con neurotoxinas y radicales libres que son muy efectivos para esta tarea. Pero esto puede ser un arma de doble filo. Si la respuesta inmune no se apaga y se hace crónica, esos mismos mensajeros al no encontrar enemigos que erradicar se vuelven contra las propias células sanas (neuronas) que el cerebro utiliza para transmitir información.

Hay muchas variables que disparan este tipo de reacción como la producción excesiva de radicales libres, el estrés, los elevados niveles de azúcar en sangre, el humo del tabaco, las deficiencias nutricionales. La pérdida de neuronas saludables que ocasionan trastornos en la memoria, dificultades en el aprendizaje, síntomas de pre-demencia, falta de motivación, en muchas ocasiones son el resultado de respuestas pro-inflamatorias.


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