La enfermedad silenciosa del siglo XXI

Cómo reaccionarían si les dijéramos que cada uno de nosotros sufre en mayor o menor medida de una condición que aumenta notablemente nuestras probabilidades de sufrir cáncer, un ataque cardiovascular e incluso de Alzheimer. Aún más, qué harían si también les dijéramos que esta condición está asociada en gran medida con nuestro estilo de vida moderno, nuestra dieta y nuestros niveles de stress? Los hallazgos en torno a esta condición han sido tan contundentes que incluso la revista americana TIME le dedicó una portada entera para tratar el tema (Febrero del 2004).

La razón por la cual no hemos oído hablar de ella es que esta condición actúa de forma imperceptible, usualmente no da demasiadas señales de alarma y hasta hace poco tiempo los médicos no la tenían bajo su radar. Pero nos sorprenderíamos si hiciéramos un listado de todas las enfermedades y condiciones que son ocasionadas como consecuencia de la inflamación crónica. Por estos motivos en los últimos años numerosos científicos se han dedicado a estudiar esta condición y sus interrelaciones con las principales enfermedades crónicas como la diabetes, el cáncer, la depresión, el alzheimer, y la obesidad, por nombrar algunas.

Pero que queremos decir concretamente cuando hablamos de inflamación crónica?

En latín la palabra inflammatio significa “encender”, “hacer fuego”. Nuestro cuerpo se “inflama”, se “enciende”, se “prende fuego” como “respuesta” a una agresión. Las agresiones más comunes son las infecciones y las bacterias. La reacción de nuestro organismo frente a este tipo de ataques es bastante conocida ya que la mayoría de nosotros alguna vez ha sufrido una infección o la picadura de un insecto. Cualquiera que haya sido el caso seguramente hayamos experimentado algunos síntomas característicos de la inflamación como dolor agudo, hinchazón, enrojecimiento, sensación de “calor” y hasta pérdida de funcionalidad en el área afectada.

La inflamación de este tipo actúa localizadamente, aparece rápidamente como respuesta a un ataque y se extingue cuando nuestro cuerpo logró erradicar la amenaza y reparar los daños.

Desde el origen de los tiempos, nuestro cuerpo ha estado expuesto a la agresión del entorno. Dado que durante la mayor parte de nuestra evolución no tuvimos acceso a antibióticos o medicinas modernas tuvimos que desarrollar nuestros propios mecanismos de defensa. Por este motivo nuestro cuerpo ya viene equipado con procesos biológicos auto-regulados que actúan automáticamente cada vez que necesitamos reparar una herida, curar una infección o combatir una bacteria. En estos casos, existen células específicas del sistema inmune que se activan cuando detectan que nuestro cuerpo está siendo atacado por un agente externo (i.e. virus, bacterias). A partir de esa señal nuestro organismo coordina una respuesta sincronizada en la que también interviene el sistema circulatorio y vascular, nuestro sistema endócrino y diversos mediadores como los glóbulos blancos (leucocitos), los mastocitos (que liberan un químico llamado histamina que ayuda a repeler la acción de diversos patógenos), y los macrófagos (que liberan citoquinas, un tipo de proteína pro-inflamatoria que refuerza la acción defensiva del sistema inmune).

Hasta aquí no hay mayores problemas.

Pero existe otro tipo de inflamación que no es visible, donde no se observan las características de la inflamación aguda (i.e. enrojecimiento, hinchazón) y donde la respuesta de nuestro sistema inmune no se extingue una vez que desapareció la amenaza. Cuando la inflamación deja de estar focalizada y se transforma en sistémica nuestro cuerpo permanece “encendido” aun cuando no está siendo atacado. En condiciones normales la activación de la respuesta inmune y liberación de diversos mediadores como las citoquinas es benéfica, pero cuando esta respuesta permanece activa y la producción de citoquinas se hace crónica terminan ocasionando otros problemas. Y el peligro radica en que la inflamación crónica sigue haciendo su trabajo y no se hace visible hasta que la persona sufre algún episodio. Un ejemplo lo vemos en las personas que sufren un ataque cardíaco de forma repentina a pesar de no haber sentido molestias o señales de alarma con anterioridad.

Los primeros en observar los efectos de la inflamación sistémica fueron precisamente los cardiólogos al identificar la presencia de marcadores asociados a la inflamación crónica en personas con enfermedades cardiovasculares.

Pero por qué deberíamos preocuparnos?

Resulta que la inflamación crónica es una fuente de stress oxidativo. Ya hemos explicado como la oxidación y la acción de los radicales libres dañan nuestras células (y las mitocondrias), aceleran el proceso de envejecimiento y también cómo afectan la homeostasis de nuestro cerebro. Y no solo eso. Como dijimos al comienzo de esta sección la inflamación crónica está captando la atención de muchos investigadores ya que está presente en un conjunto de enfermedades muy comunes como el cáncer, la depresión, la diabetes y el azheimer, por nombrar algunas.

Tomemos como ejemplo la relación entre la inflamación crónica y la obesidad.

En las personas obsesas suele observarse un incremento “anormal” en las concentraciones sistémicas de citoquinas en especial de los tipos TNF-α (Tumor necrosis factor-alpha), IL-6 (Interleukin-6), y CRP (C-reactive protein). En estos casos la sobre activación del sistema inmune ocurre como respuesta a la acumulación de grasas, sobre todo la adiposidad de las zonas abdominales. En las personas obesas el exceso de grasa se termina depositando en zonas que no fueron diseñadas para tal fin. Las células inmunes confunden los depósitos de grasa con intrusos o agresores que deben ser atacados. La liberación excesiva de citoquinas finalmente altera el balance de otros químicos y algunas hormonas que regulan el apetito, como la leptina que regula la sensación de saciedad. Este es el comienzo de un círculo vicioso, ya que cuando la inflamación se hace permanente las personas obesas terminan desarrollando una resistencia a la leptina. A partir de ese momento el cuerpo no puede sentirse saciado aún poco tiempo después de haber ingerido comida. Es conocido que las personas obesas tienen mayor predisposición a sufrir ataques cardiovasculares. Como es de esperar las personas con sobrepeso suelen tener marcadores asociados a la inflamación en niveles mayores a los valores “normales” y la cantidad de citoquinas en su organismo suele duplicar y triplicar los niveles observados en personas sin sobre-peso.

Uno de los marcadores que se utilizan para medir el grado de inflamación sistémica son los niveles de la proteína CRP (C-reactive protein) la cual es producida en el hígado como parte de la respuesta inmune. Este test sanguíneo utiliza una variación que se expresa en hs-CRP (high sensitive C-Reactive proteine). Niveles bajos de hs-CRP son fundamentales para prevenir la aparición de episodios cardiovasculares y el desarrollo de la enfermedad de Alzheimer. Niveles elevados (>3.0) de hs-CRP triplican nuestro riesgo de sufrir enfermedades coronarias y cardiovasculares (i.e. arteroesclerosis) independientemente de otros factores de riesgo.

 

Hs-CRP Riesgo de enfermedad cardiovascular
< 1.0 Bajo
1.1-2.9 Promedio
>3.0 alto

Tomemos otro ejemplo más, en este caso la relación entre la inflamación crónica y la depresión. Para algunos investigadores no es casual que los síntomas característicos de la depresión como la falta de motivación, el cansancio y el letargo mental sean los mismos síntomas que tiene una persona cuando está “enferma”. Si las personas enfermas y las personas depresivas se “sienten” y “comportan” de manera similar, debería haber algún denominador en común entre ambas. Al parecer dicho denominador común sería la inflamación crónica y la liberación excesiva de citoquinas cuando estas no son necesarias. Diversos estudios científicos han intentado validar esta relación y lo que encontraron fue que existen mayores cantidades de citoquinas durante episodios depresivos, y viceversa durante las remisiones. En otros estudios similares donde se inyectaron bacterias a personas sanas para inducirles estados depresivos se observó que la respuesta inmune y la liberación de citoquinas coincidían con la activación de zonas cerebrales asociadas a la depresión. Estos hallazgos se refuerzan con los casos observados en personas con artritis reumatoide y esclerosis múltiple donde la depresión es muy común. En pacientes con cáncer a los que se les administra “interferón alfa” también se observa que la depresión es un efecto secundario bastante habitual. La especulación es que la depresión aparece debido a los efectos pro-inflamatorios del interferón.

La inflamación crónica también es una característica subyacente en personas con niveles elevados de stress y la razón por la cual el stress prolongado desemboca inexorablemente en cuadros de depresión. A raíz de estos hallazgos muchos profesionales han introducido el uso de hierbas y nutrientes anti-inflamatorios como la curcumina y los acidos grasos esenciales omega 3 (EPA/DHA) como parte del arsenal farmacológico para tratar la depresión.

La mejor forma de controlar la inflamación crónica y de evitar sus efectos negativos es eliminando las causas que le dan origen. Estás últimas están fuertemente enraizadas en nuestros hábitos y estilo de vida, nuestra dieta,  y nuestra exposición a toxinas ambientales, con lo cual hay muchas cosas que podemos hacer. Cómo hacer exactamente para prevenir cada una de ellas quedará para otro articulo.

MM Infobae

Mariano M.

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